Un tiempo que se deshace en las manos
Apenas recordaba ya cuándo fue la última vez que me dispuse a emborronar este mi espacio con palabras que pudieran resultar vacías. Nunca fui una persona constante, es esa asignatura pendiente que siempre ha quedado en mi expediente vital, pero bien es dicho que nunca es tarde, y menos para retomar aquel espacio que es al fin y al cabo tuyo, y con el cual puedes hacer lo que te de la realísima gana.
Miles de momentos se agolpan dentro de mi mente si intento recordar los acontecimientos que han ido construyendo el tiempo transcurrido desde la última entrada, nudos, unos más apretados que otros, que han logrado mantener unida la línea de un tiempo que puede que pase demasiado deprisa. No pretendo tampoco contar esos sucesos, pertenecientes a una triste y anónima historia, para convertir esto en un diario quinceañero y banal, que haga aumentar mi ego ni dejar unas sombras sobre algo que ya fue en un sitio tan público y vulnerable como lo es un blog. Pero ellos acuden solos, y revolotean cual luciérnagas que bailan entorno a una antorcha, y por ello merecen como mínimo ser nombrados.
En realidad tampoco han sido tanto los cambios, y tampoco tan brusca la nueva orientación del rumbo. Simplemente un nuevo horario, nuevas pautas, nuevas convenciones, nueva gente, nuevas envidias, nuevos horizontes, nuevos agobios, nuevos profesores, nuevos sueños, nuevos arrepentimientos, nuevas angustias, nuevos momentos, nuevas alegrías. La universidad ha venido para quedarse, marcando el inicio de un nuevo tramo, un nuevo largo y pedregoso camino en el que miles y diferentes cosas pueden suceder, y que solo yo tengo el poder de provocar. Ahora los pasos y el control del cuentakilómetros me pertenecen un poco más que ayer, y eso me hace perfeccionar cada día un poco más mi papel dramático de persona adulta e independiente, que lucha por construirse un espacio propio, suyo, en un mundo que amenaza con devorarte en cada latido, en cada inhalación de aire, en cada paso, en cada acción.
Lo que atrás queda amenaza con guardarse en lo que ya es un viejo baúl de recuerdos, en entremezclarse con los juguetes oxidados de la infancia, en asfixiarse dentro del calor, la humedad y la oscuridad de aquello que ha sucumbido al recuerdo y a la atención. Pero no me importa, o puede que si. Olvidar no siempre es malo; usar lo pasado como cimientos que poco a poco van siendo cubiertos con nuevas capas es un acontecimiento propio de la especie humana, esa especie imperfecta y corrompida que no tiene la capacidad para mantener todas las vivencias en un hueco estable de su patética memoria.
Lo que merezca ser recordado quedará, o al menos un ligero olor, un ligero sabor, un ligero sonido, que se presentará algún día inundándome de melancolía, y de felicidad por saber que hubo en mi vida unos tiempos del ayer, que contribuyeron a crear y explicar el modo en el que soy hoy, ahora, mientras miro la lenta y dolorosa rotación de las manecillas de mi reloj, y siento como la sangre me cosquillea en las venas y recorre mis sienes, para recordarme que mañana tendré la inmensa cobardía de echar de nuevo la mirada hacia atrás, hacia las huellas que poco a poco agonizan frente a la brisa que se las lleva dejando un hedor ácido y , por qué no, triste.
Miles de momentos se agolpan dentro de mi mente si intento recordar los acontecimientos que han ido construyendo el tiempo transcurrido desde la última entrada, nudos, unos más apretados que otros, que han logrado mantener unida la línea de un tiempo que puede que pase demasiado deprisa. No pretendo tampoco contar esos sucesos, pertenecientes a una triste y anónima historia, para convertir esto en un diario quinceañero y banal, que haga aumentar mi ego ni dejar unas sombras sobre algo que ya fue en un sitio tan público y vulnerable como lo es un blog. Pero ellos acuden solos, y revolotean cual luciérnagas que bailan entorno a una antorcha, y por ello merecen como mínimo ser nombrados.
En realidad tampoco han sido tanto los cambios, y tampoco tan brusca la nueva orientación del rumbo. Simplemente un nuevo horario, nuevas pautas, nuevas convenciones, nueva gente, nuevas envidias, nuevos horizontes, nuevos agobios, nuevos profesores, nuevos sueños, nuevos arrepentimientos, nuevas angustias, nuevos momentos, nuevas alegrías. La universidad ha venido para quedarse, marcando el inicio de un nuevo tramo, un nuevo largo y pedregoso camino en el que miles y diferentes cosas pueden suceder, y que solo yo tengo el poder de provocar. Ahora los pasos y el control del cuentakilómetros me pertenecen un poco más que ayer, y eso me hace perfeccionar cada día un poco más mi papel dramático de persona adulta e independiente, que lucha por construirse un espacio propio, suyo, en un mundo que amenaza con devorarte en cada latido, en cada inhalación de aire, en cada paso, en cada acción.
Lo que atrás queda amenaza con guardarse en lo que ya es un viejo baúl de recuerdos, en entremezclarse con los juguetes oxidados de la infancia, en asfixiarse dentro del calor, la humedad y la oscuridad de aquello que ha sucumbido al recuerdo y a la atención. Pero no me importa, o puede que si. Olvidar no siempre es malo; usar lo pasado como cimientos que poco a poco van siendo cubiertos con nuevas capas es un acontecimiento propio de la especie humana, esa especie imperfecta y corrompida que no tiene la capacidad para mantener todas las vivencias en un hueco estable de su patética memoria.
Lo que merezca ser recordado quedará, o al menos un ligero olor, un ligero sabor, un ligero sonido, que se presentará algún día inundándome de melancolía, y de felicidad por saber que hubo en mi vida unos tiempos del ayer, que contribuyeron a crear y explicar el modo en el que soy hoy, ahora, mientras miro la lenta y dolorosa rotación de las manecillas de mi reloj, y siento como la sangre me cosquillea en las venas y recorre mis sienes, para recordarme que mañana tendré la inmensa cobardía de echar de nuevo la mirada hacia atrás, hacia las huellas que poco a poco agonizan frente a la brisa que se las lleva dejando un hedor ácido y , por qué no, triste.
La persistencia de la memoria, Salvador Dalí
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